Bombas de pulso electromagnético de gran altitud (HEMP)

El 9 de Julio de 1962, los Estados Unidos realizaban una
prueba nuclear en el espacio exterior con el nombre en clave Starfish Prime:
hicieron estallar una carga termonuclear de 1,44 megatones propulsada mediante
un cohete Thor a 400 km sobre el Océano Pacífico. Por aquellos tiempos ya se
sabía que las explosiones atómicas a gran altitud no pueden causar daños
directos en tierra,
pero presentan unas propiedades especiales que fueron un secreto absoluto durante más de treinta años, hasta el extremo de convertirse en un arma clave para la guerra nuclear sin que el público tuviera ningún conocimiento de ello. Los físicos sí que se lo imaginaban aunque, naturalmente, no dispusieran de los medios para realizar el experimento, que caía dentro de las atribuciones exclusivas de sus compañeros al servicio de las fuerzas armadas. Aunque a partir de 1981 se publicaron numerosos artículos en Science y otras revistas científicas revisadas por pares, fue sólo tras el final de la Guerra Fría –cuando sus posibilidades eran ya un secreto a voces en el mundo académico– que se empezó a hablar públicamente de la cuestión.
pero presentan unas propiedades especiales que fueron un secreto absoluto durante más de treinta años, hasta el extremo de convertirse en un arma clave para la guerra nuclear sin que el público tuviera ningún conocimiento de ello. Los físicos sí que se lo imaginaban aunque, naturalmente, no dispusieran de los medios para realizar el experimento, que caía dentro de las atribuciones exclusivas de sus compañeros al servicio de las fuerzas armadas. Aunque a partir de 1981 se publicaron numerosos artículos en Science y otras revistas científicas revisadas por pares, fue sólo tras el final de la Guerra Fría –cuando sus posibilidades eran ya un secreto a voces en el mundo académico– que se empezó a hablar públicamente de la cuestión.
“Eran los daños causados por el EMP, tanto como los
debidos a la explosión, el fuego y la radiactividad, lo que ensombrecía todos
los estudios detallados sobre la posibilidad de recuperarse después de una
guerra nuclear. Sin disponer de esencialmente nada eléctrico o electrónico,
incluso en remotas áreas rurales, parecía sorprendentemente difícil que América
pudiese recuperarse. La América posterior al ataque, en todos estos estudios,
quedaba anclada a principios del siglo XX hasta que pudieran adquirirse en el
extranjero equipos eléctricos y componentes electrónicos. Por razones obvias,
todo el tema EMP era alto secreto y los seguimientos del Congreso se efectuaban
a puerta cerrada. De hecho, esta es la primera sesión de seguimiento a puertas
abiertas que recuerdo”. – Dr. Lowell Wood, director de los Laboratorios
Nacionales Lawrence Livermore, en audiencia ante el Congreso de los Estados
Unidos, el 7 de Octubre de 1999.
No se lo dijeron a nadie, pero Starfish Prime modificó el
campo magnético de la Tierra –específicamente, el cinturón interior de Van
Allen– y creó un cinturón de radiación a su alrededor que dañó tres satélites.
Durante muchos años, hubo que construir los satélites artificales con mayor
blindaje debido a este hecho. De manera más notoria, ocurrieron cosas extrañas
en las Islas Hawaii, situadas a casi mil quinientos kilómetros de distancia: se
fundieron misteriosamente trescientas farolas del alumbrado urbano, se
dispararon cientos de alarmas contra robo e incendio aunque no hubiera llegado
ni la más mínima vibración, y el enlace interinsular de microondas de una
compañía telefónica se quemó. Estas averías fueron reparadas rápidamente, sin
dar ninguna explicación.
La Unión Soviética protestó, como era de esperar, aunque
sólo uno de sus satélites había resultado afectado marginalmente. Lo que no
dijeron los rusos es que ellos tenían ya preparada sus propias pruebas para
apenas tres meses después, relacionadas con el estudio de la Defensa
Antibalística de Moscú: la serie K, que se hizo estallar en Kazajistán entre
Octubre y Noviembre de 1962, con cinco cargas de hasta 300 kilotones. La
tercera prueba de la serie, denominada poco imaginativamente K-3, detonó el 22
de Octubre a 290 kilómetros de altitud, no muy lejos de la vertical de
Jezkazgan, mientras el resto del mundo andaba ocupado con la Crisis de los
Misiles de Cuba. Los científicos soviéticos monitorizaban muy discretamente una
línea telefónica aérea de 570 km para medir los efectos de aquella energía
secreta que parecía hacer cosas a los sistemas eléctricos a distancias enormes;
para ello, la habían dividido en varios sectores de 70 u 80 km., instrumentados
independientemente.
Se puede imaginar su estupor cuando los 570 km quedaron
fritos con corrientes de 1.500 a 3.400 amperios, con todos sus fusibles y
disyuntores a gas, y con ellos toda la red de líneas secundarias. No sólo eso:
también se incendió violentamente la central eléctrica de Karaganda, mientras
1.500 km de cables eléctricos subterráneos entre Astana y Almaty quedaban fuera
de servicio, además de una cantidad incontable de daños menores. De nuevo,
aquella energía secreta invisible e imperceptible había demostrado su capacidad
de dañar gravemente la infraestructura civil y militar a distancias enormes
mediante la sobrecarga masiva de los sistemas eléctricos y electrónicos
radicalmente indispensables para cualquier forma de sociedad tecnificada.
Al año siguiente, los Estados Unidos y la Unión Soviética
firmaron el Tratado de Limitación Parcial de las Pruebas Nucleares, prohibiendo
todos los ensayos excepto los subterráneos, que después suscribiríamos hasta
123 países. La razón fundamental de este tratado fue reducir la cantidad de lluvia
radiactiva que estaba ya contaminando toda la Tierra debido a las 331 pruebas
atmosféricas norteamericanas, las 200 soviéticas y las decenas de Francia, el
Reino Unido y China. Y eso estuvo bien. Aunque también hubo otra razón menos
confesable: mantener esta fuerza secreta en la oscuridad, lejos del alcance de
cualquier futura potencia nuclear.
Pero, ¿de qué se trataba? ¿Qué clase de fuerza
extraordinaria es esta que puede destruir el sustrato más básico de la
civilización tecnológica contemporánea a lo largo y ancho de todo un
continente, después de una explosión nuclear en el espacio exterior que ni
siquiera llega a verse y mucho menos notarse desde tierra? Porque este arma
sólo deja como prueba de su presencia unas luces multicolores bellísimas, muy altas
en el cielo, que son en realidad auroras boreales: las luces del fin del mundo.
Por eso la llaman la bomba del arco iris.
El pulso electromagnético de gran altitud (HEMP).
Cuando se produce un pico súbito de energía
electromagnética, durante un periodo muy corto de tiempo, decimos que se trata
de un pulso electromagnético. Podríamos afirmar que, por ejemplo, un rayo o un
relámpago causan pulsos electromagnéticos naturales.
Ya en 1945, durante las primeras pruebas nucleares en
Nevada, se blindaron por partida doble los equipos electrónicos porque Enrico
Fermi se esperaba alguna clase de pulso de estas características generado por
aquellas bombas atómicas primitivas. A pesar de este blindaje, numerosos
registros resultaron dañados o destruidos. Lo mismo les ocurrió a los
soviéticos y los británicos, que llamaban a este efecto radioflash.
Lo que ocurre es que, en una bomba atómica que estalla
cerca del suelo, el pulso electromagnético es pequeño, tiene poco alcance y en
general queda dentro del área de destrucción térmica y cinética ocasionada por
el arma, con lo que no se detecta a primera vista. Pero en un explosivo atómico
que detona fuera de la atmósfera terrestre, en el espacio exterior, este efecto
es muy distinto y resulta amplificado a gran escala por el propio campo
magnético natural terrestre. ¿Cómo es esto posible?
Buena parte de la energía de una carga atómica se libera
en forma de rayos gamma instantáneos. Los rayos gamma no son otra cosa que una
forma de energía electromagnética de alta frecuencia; esto es, fotones como los
que, a frecuencias menores, componen la luz, las ondas de radio o los rayos X.
Su emisión es característica en los procesos que afectan al núcleo de los
átomos o las partículas subatómicas que los forman. En una explosión nuclear,
por tanto, se producen masivamente.
Dentro de la atmósfera terrestre, los rayos gamma
resultan absorbidos rápidamente por los átomos del aire, produciendo calor;
parte de la devastadora energía termocinética que caracteriza a las armas
atómicas se debe precisamente a esta razón. Pero fuera de la atmósfera
terrestre, esta absorción no se produce, porque no hay aire ni nada digno de
mención que se cruce en su camino: a efectos macroscópicos, viajan por el
vacío. Y siguen haciéndolo a la velocidad de la luz, hasta volverse
imperceptibles en la radiación de fondo. Algunos de los objetos más lejanos que
conocemos son los brotes de rayos gamma, en el espacio profundo, precisamente
porque esta radiación puede desplazarse sin muchas molestias a lo largo y ancho
de todo el universo.
Sin embargo, en una detonación próxima a la Tierra, la
parte de esta radiación gamma que enfoca hacia el planeta viaja a la velocidad
de la luz hasta alcanzar las capas exteriores de la atmósfera. Si se ha
producido lo bastante cerca (típicamente, entre cien y mil kilómetros), esta
esfera de radiación gamma en expansión no habrá llegado a disiparse mucho y
billones de estos fotones de alta frecuencia chocan con los átomos del aire, a
entre 20 y 40 km de altitud, cubriendo la extensión de un continente e incluso
más. Entonces, se producen dos efectos curiosos.
El primero es que los átomos de la atmósfera resultan
excitados y se ponen a liberar gran cantidad de electrones libres de alta
energía, por efecto Compton. A continuación, estos electrones resultan
atrapados por las líneas magnéticas del campo terrestre y se ponen a girar en
espiral en torno a las mismas. El resultado es una especie de “dinamo”
gigantesca, del tamaño del planeta, con un “bobinado” (los electrones libres capturados)
que gira a la velocidad de la luz.
No giran mucho tiempo, pero da igual. Como consecuencia,
se produce un inmenso pulso electromagnético que carga de grandes cantidades de
electricidad el aire circundante y la tierra que está a sus pies. Estas cargas
eléctricas ionizan intensamente la atmósfera, causando las bellísimas auroras
boreales que dan nombre a la bomba del arco iris, y a continuación se abalanzan
sobre todo lo que esté a su alcance con un potencial de decenas e incluso
cientos de miles de voltios/metro. Especialmente, sobre los sistemas eléctricos
y electrónicos.
Típicamente, el pulso así generado tiene tres
componentes, denominados –de manera igualmente poco creativa– E1, E2 y E3.
Ninguno de ellos tiene la capacidad de dañar de manera significativa a la
materia corriente o a las personas. El E3 es un pulso muy lento, con decenas a
cientos de segundos de duración, ocasionando un efecto parecido al de una
tormenta geomagnética muy severa; tiende a deteriorar o dañar las grandes
líneas eléctricas y sus transformadores. El E2 es muy parecido al ocasionado
por el relámpago, y resulta fácilmente neutralizado por los pararrayos y otras
protecciones similares contra embalamientos energéticos. El E1, en cambio, es
brutalmente rápido, casi instantáneo, y transporta grandes cantidades de
energía electromagnética; por ello, es capaz de superar las protecciones
corrientes contra rayos y otras sobrecargas, induciendo corrientes enormes,
miles de amperios, en los circuitos eléctricos y electrónicos que quedan a su
alcance: miles de kilómetros de alcance.
El resultado es sencillo: los circuitos, simplemente, se
fríen de modo instantáneo por todo el continente. Esto sucede sobre todo en
aquellos que están conectados a antenas (pues una antena capta tanta energía
electromagnética del aire como puede) y a líneas que actúen de antena (por
ejemplo, los propios cables de la red eléctrica). Pero se ha documentado
también muchas veces en circuitos apagados y desconectados, pues el pulso es lo
bastante intenso para inducir corriente en su interior.
Los microchips de alta integración en los que se basa
toda nuestra tecnología presente, desde las grandes instalaciones industriales
y energéticas hasta los aparatejos que nos compramos continuamente, son
especialmente frágiles ante el componente E1 del pulso electromagnético, que
quema con facilidad las uniones P-N por embalamiento térmico, tanto más cuanto
más pequeños sean sus componentes. La subsiguiente dislocación de los sistemas
SCADA, los controladores PLC y otros elementos clave de los sistemas que
garantizan los servicios de la civilización actual puede poner fácilmente a una
sociedad contemporánea de rodillas durante las primeras fracciones de segundo
de un ataque así, incluso mucho antes de que empiece la guerra de verdad… en
caso de que haga falta después de algo así.
Se ha documentado que esta clase de circuitos pueden
quedar dislocados con pulsos de 1.000 voltios/metro y la mayoría de ellos
resultan destruidos por debajo de 4.000 voltios/metro. Un arma nuclear
detonando en el espacio para generar pulsos electromagnéticos puede barrer
fácilmente un continente entero con un potencial de entre 6.000 y 50.000
voltios/metro, incluso con potencias explosivas muy bajas, por debajo de 10
kilotones, menos que la primitiva bomba de Hiroshima. Aunque la documentación
pública al respecto es ciertamente críptica, parece como si el componente E1
fuese en gran medida independiente de la energía total liberada por el arma (a
diferencia del E3, que es directamente proporcional).
Debido a la distribución característica de las lineas del
campo magnético terrestre, y dado que la generación del pulso es totalmente
dependiente de las mismas, su intensidad está relacionada con la latitud. El
pulso tiende a ser débil cerca del ecuador e intenso en las latitudes
intermedias donde se hallan Europa, Estados Unidos, China, Japón y las áreas
más habitables de Canadá y Rusia. Su impacto sería mucho más notorio en
sociedades altamente urbanas e industrializadas y menor en las zonas agrícolas
subdesarrolladas o en vías de desarrollo. Las ciudades, que dependen de una
infinidad de servicios garantizados por estas tecnologías y son prácticamente
inhabitables en ausencia de los mismos, sufrirían de manera particular. Toda
gran urbe depende de sus suministros y su pujanza económica; la capacidad del
pulso electromagnético inducido para desarticular los suministros y suprimir la
actividad económica les resultaría letal.
Esto último nos hace observar un hecho singular: las
armas de pulso electromagnético podrían ser una opción extraordinariamente
interesante para países que se sientan en condiciones de inferioridad
tecnológica o industrial respecto a un adversario. En un intercambio de bombas
del arco iris, el bando más tecnificado e industrializado sufriría daños y
dislocaciones de sus infraestructuras esenciales mucho mayor que el bando menos
dependiente de la tecnología avanzada. Si las armas nucleares tienen en general
una capacidad igualadora importante, las de pulso electromagnético llevan esta
capacidad al extremo. Hipotéticamente, una nación agrícola atrasada y anclada a
principios del siglo XIX no sufriría ningún daño por un ataque de estas
características, mientras que una nación sofisticada, urbanita y avanzada
sufriría pérdidas inmensas y correría grave riesgo de aniquilación.
Efectos del HEMP
“Los automóviles modernos dependen de los semiconductores
y los microprocesadores; la posibilidad de que sufran daños catastróficos es,
por tanto, extrema. Ninguno de los sistemas militares desprotegidos que hemos
sometido a pruebas soportaba más de 10.000 voltios por metro [...] Las
tormentas solares, de potencia muy inferior a esta distancia, han provocado
cortes de electricidad muy severos. Existen múltiples razones para creer que
las partes de nuestros sistemas de comunicaciones basadas en semiconductores,
es decir su práctica totalidad, serían extremadamente vulnerables a un ataque
EMP. Es razonable afirmar que muchos, si no todos los sistemas informáticos
modernos expuestos a campos EMP de 50.000 voltios por metro, desde los
portátiles hasta los grandes sistemas, dejarían de funcionar como mínimo. Y la
mayoría de ellos se quemarían. Cualquier arma nuclear de cualquier tipo
[generará EMP si se detona a la altitud adecuada]“. – Dr. Lowell Wood, op.cit.
Durante un intenso ataque de pulso electromagnético de
gran altitud (HEMP) un ciudadano corriente sólo notaría al principio que se ha
ido la luz. Su sorpresa aumentaría al mirar su reloj (digital) de pulsera,
querer usar el teléfono, encender su portátil o descubrir que al menos una
parte de los coches y camiones han dejado de funcionar repentinamente y están
formando grandes atascos: nada parece estar operativo. En muchas ciudades, que
dependen de bombas para el correcto funcionamiento de la red de aguas potables,
la presión de los grifos comenzaría a descender (y en otros puntos aumentar,
hasta el extremo de reventar las tuberías). El personal de mantenimiento o
emergencias que acudiera a reparar las averías e incendios descubriría que sus propios
instrumentos están dañados y al menos una parte de sus vehículos inutilizados.
Así reducido ya al estado de un campesino del siglo XIX
sin saberlo, es posible que nuestro amigo o amiga pasara sus primeras horas
esperando a ver si vuelve la corriente, leyendo a la luz de las velas, jugando
con los niños o bajando al bar (donde no funciona ni la cafetera, ni la cocina)
para echar la partida sin luz. En este momento, su vida sería aún parecida a
quienes experimentaron algún gran apagón como este, este o este otro. Quienes
trabajen o estudien lejos de sus casas tendrían muchos problemas para regresar,
y es probable que debieran hacerlo a pie.
Puede que su nerviosismo comenzara a aumentar a la mañana
siguiente, al descubrir que todo sigue sin funcionar, que los alimentos del
refrigerador comienzan a estropearse y que los cajeros automáticos continúan
muertos. Trata de conseguir una radio a pilas, se dirige a la comisaría más
próxima o a la junta de distrito a preguntar. Nadie sabe gran cosa. Corre el rumor
de que ha habido una guerra. Los supermercados y la mayoría de comercios,
desprovistos de cajas registradoras, suministros diarios y controles de stock y
personal están en su mayoría cerrados a cal y canto; sólo quedan abiertos
algunos pequeños comerciantes, vendiendo el fondo de almacén y sacando las
cuentas con lápiz y papel. Se pasa por el trabajo, donde le dicen que no hay
nada que hacer hasta que vuelva la luz. Los niños siguen yendo al colegio (si
viven cerca), pues para dar clase sólo se precisa tiza y pizarra, pero los
profesores andan un poco confundidos.
Cuando pasa por delante de un hospital, se encuentra con
largas colas en las puertas de urgencias. Aparentemente, tienen problemas para
atender a los enfermos, y no digamos ya cuando se precisa una intervención
quirúrgica. Oye decir que se les están agotando los medicamentos más
utilizados. Un poco asustado, busca una farmacia abierta para adquirir los
fármacos que usa la familia. No se los quieren vender sin receta, y de todas
formas algunos ya no quedan. Por todas partes hay vehículos inútiles empujados
malamente sobre las aceras y arcenes. Gracias a eso pueden circular ahora unos
pocos trastos viejos, anteriores a la era de las centralitas digitales y el
encendido electrónico. Pasa un arcaico Land Rover de la Guardia Civil, pidiendo
por megafonía a viandantes y vecinos que permanezcan en sus casas siguiendo
instrucciones de la Delegación del Gobierno.
Nuestro ciudadano se asusta y decide regresar al hogar.
Cuando pasa por cerca de la estación del tren, observa que allí tienen luz
eléctrica. Al asomarse, descubre que han conectado una locomotora
diésel-eléctrica del año de la tos, a modo de generador. Las modernas máquinas
computerizadas para los AVEs y Alaris y demás redes de velocidad alta, en
cambio, parecen estar inutilizadas.
En unos pocos días, a nuestro ciudadano ya no le queda
comida, ni medicamentos, y el agua potable es de dudosa salubridad. La
electricidad sigue sin regresar, pues las fábricas que debían construir los
repuestos para hacer millones de reparaciones a gran escala también están
destruidas. Se habla de que van a evacuar a la gente al campo. Pero, ¿en qué
campos van a meter a los millones de habitantes de las ciudades? Desde la
terraza, ve cómo se van formando las primeras colas de refugiados. Sólo
entonces comprende que su vida y la de los suyos ha cambiado para siempre,
propulsados a un mundo antiguo donde, realmente, ya no sabe cómo sobrevivir.
“Esto no son hipótesis. Este es el tipo de daño que vemos
en los transformadores durante las tormentas geomagnéticas. Una tormenta
geomagnética es una variante muy suave, muy sutil, del llamado componente lento
del EMP [E3].
Así que cuando estos transformadores quedan sometidos al
[E3], básicamente se queman, no debido al propio EMP sino a la interación del
EMP con la operación normal del sistema eléctrico. Los transformadores se
queman y cuando se queman así, señor, ahí se quedan y no se pueden reparar.
Deben reemplazarse, como usted apuntó, desde fuentes extranjeras. Los Estados
Unidos, como parte de su ventaja competitiva, ya no producen grandes
transformadores eléctricos en ningún lugar. Toda la producción está
deslocalizada en el exterior.
Y cuando quiere usted uno nuevo, lo pide, y entonces hay
que fabricarlo y entregarlo. No se almacenan. No hay inventario. Se fabrica, se
embarca y se entrega por medios muy lentos y complejos porque son objetos muy
grandes y masivos. Vienen despacio. El retraso típico desde que ordena usted
uno hasta que lo tiene en servicio es de uno a dos años, y eso es si todo sale
estupendamente [y tiene usted dinero para pagarlo.]” – Dr. Lowell Wood, en otra
comparecencia ante el Senado de los EEUU, 2005.
Uso militar del HEMP: destruyendo la civilización a
continentes
“Los soviéticos planificaron un ataque EMP muy extenso
contra los Estados Unidos y otros objetivos [...] Un ataque así causaría
billones [europeos] de dólares en daños infraestructurales [...] A finales de
la Guerra Fría [...] sólo la Unión Soviética tenía la capacidad de montar
ataques EMP contra los Estados Unidos, y muy probablemente lo haría como el
primer golpe de una lucha a muerte realizada con medios técnicos protegidos
contra EMP. Las respuestas indicadas a cualquier ataque EMP eran bien claras.
La capacidad soviética máxima para imponer esos ataques existe todavía en las
fuerzas estratégicas de la Federación Rusa, y predigo sin duda ninguna que
seguirá existiendo durante muchas décadas [...] Cualquier país que disponga de
un arma nuclear del tipo de las utilizadas en la II Guerra Mundial [y un cohete
capaz de transportarla al espacio] puede realizar un ataque EMP.” – Dr. Lowell
Wood, op.cit. (1999)
Se ha postulado insistentemente que las armas de pulso
electromagnético y otras aún más esotéricas como las de oscurecimiento
constituirían el compás de apertura de la guerra nuclear. Un país así atacado a
escala continental sufriría grave desarticulación de sus sistemas defensivos, y
muy especialmente en sus radares y telecomunicaciones radioeléctricas. Pero, si
bien todos los medios militares que se pueden proteger suelen estar protegidos,
su efecto sobre la infraestructura civil resultaría tan devastador que un
atacante podría optar por utilizar únicamente esta técnica para asestar un
golpe terrible sin iniciar una guerra nuclear a gran escala.
Un solo cohete con una sola cabeza detonando en el
espacio exterior, lejos de cualquier sistema antimisil del presente o del
futuro próximo, puede provocar con facilidad esta clase de efectos a mayor o
menor nivel. Hace tiempo que los científicos rusos y chinos publican
abiertamente artículos sobre las posibilidades de construir armas de
“súper-EMP“, diseñadas específicamente con objeto de llevar esta clase
diferente de destrucción a sus límites teóricos máximos. Para potencias que
disponen desde hace décadas de tecnología de armas nucleares avanzadas, misiles
balísticos y cohetes espaciales, el coste de tales opciones es ridículamente
bajo. Incluso países mucho más atrasados como Corea del Norte podrían llevar a
cabo un ataque de este tipo con éxito, lo que seguramente explica algunas
realidades presentes de la política internacional.
Curiosamente, un ataque de pulso electromagnético sólo se
puede realizar una vez, y luego hay que esperar a que la atmósfera se descargue
para repetirlo: cuando el aire está altamente ionizado por la detonación
precedente, los siguientes pulsos “se ponen a tierra” y no hacen gran cosa. Por
este mismo motivo se prefieren armas de fisión de una sola etapa en vez de
armas de fusión multietápicas, o se corre el riesgo de que el pulso generado
por la pequeña carga iniciadora debilite los efectos de las siguientes etapas.
Por su capacidad para causar grandes daños en un área
inmensa a un coste ridículo, de manera difícilmente evitable y con la
hipotética posibilidad de desarticular por completo la sociedad atacada durante
un periodo de tiempo indeterminado, es muy probable que este tipo de armas se
utilizaran en cualquier conflicto que escalara al nivel nuclear.
Armas de pulso electromagnético no nucleares
Se han postulado diversas armas electromagnéticas de
alcance reducido, con el propósito de realizar ataques selectivos contra una
instalación o vehículo determinados. Ya en 1951, Andrei Sajárov y su equipo
propusieron en la URSS un cierto generador por compresión de flujo mediante
bombeo explosivo, que fue reproducido poco después en el Laboratorio Nacional
Los Álamos estadoundense. Los generadores Marx usados en la investigación de
los efectos del pulso electromagnético constituyen otra posibilidad, aunque son
caros y voluminosos para una aplicación militar en el campo de batalla. Un
dispositivo llamado vircator puede convertir con facilidad la energía producida
por estos generadores en fuertes pulsos locales, con un alcance de decenas o
cientos de metros.
No se ha documentado con claridad el uso de este tipo de
armas en guerras reales, probablemente porque están envueltas en un velo de
secreto, los sistemas militares suelen estar protegidos contra pulsos y las
redes eléctricas civiles se suprimen con más facilidad y de manera más
selectiva mediante el uso de bombas de grafito.
Defensa contra pulsos electromagnéticos
Es conceptualmente sencillo proteger una instalación o
equipo contra pulsos electromagnéticos, y en ocasiones hasta barato: si la
defensa se implementa en la fase de diseño, puede llegar a encarecer el
producto final en cantidades tan bajas como un 5% (aunque en otros casos llegue
a superar el 100%). Sin embargo, esto sólo es aplicable a determinadas
instalaciones y dispositivos, y una protección fuerte contra pulsos
electromagnéticos militares presenta numerosos problemas de índole práctica (y
económica).
Uno de estos problemas sustanciales radica en que, para
proteger una instalación o equipo contra esta clase de ataque, la única
aproximación verdaderamente eficaz consiste en encerrarlo en una caja o jaula
de Faraday. Sin embargo, una jaula de Faraday perfecta resulta más fácil de
decir que de hacer, sobre todo cuando hablamos de instalaciones voluminosas
como una central eléctrica o telefónica, una estación de transformación, una
refinería o una planta industrial. Entre otras cosas, requiere un costoso
mantenimiento constante, para evitar que la humedad, la oxidación o incluso
cosas como pequeños corrimientos de tierra que generen grietas en el subsuelo
dejen un “paso libre” al pulso.
Otro problema importante radica en que las propias redes
(eléctrica, telefónica, incluso la de aguas y alcantarillado…) pueden
transportar el pulso con facilidad al interior de la instalación o dispositivo.
Todo contacto con el exterior debe estar defendido con componentes
dieléctricos, fusibles o disyuntores ultrarrápidos –raros y caros, pues como ya
hemos mencionado las protecciones contra el rayo no sirven contra el componente
E1 del pulso– o, incluso, mediante el uso de equipos totalmente autónomos
situados dentro de la jaula.
Resulta especialmente complicado proteger los
dispositivos provistos –externa o internamente– de antenas o de cableados o
circuitos que actúen como una antena, dado que la naturaleza de las mismas es
precisamente captar tanta energía electromagnética de la atmósfera como sea
posible. Esta clase de aparatos quedarán destruidos con facilidad durante un
ataque de esta naturaleza, e incluso pueden llegar a incendiarse o estallar.
Prácticamente todos los equipos electrónicos que utilizamos cotidianamente y
las redes que los alimentan son susceptibles de actuar como una antena.
Investigación de los pulsos electromagnéticos
Los procesos y efectos de los pulsos electromagnéticos de
gran altitud se estudian fundamentalmente por dos vías. Una de ellas son los
generadores Marx, capaces de inducirlos localmente sobre los equipos que se
desea poner a prueba. De esta forma, se pueden descubrir sus efectos sobre cada
aparato específico y sobre las protecciones que se les puedan haber
implementado. Pese a que estos equipos son costosos y muy voluminosos, son
numerosos los países que han trabajado con los mismos: Estados Unidos, la URSS
y luego Rusia, China, el Reino Unido, Francia, Alemania, Holanda, Suiza e
Italia.
Para comprender la manera como se generan estos pulsos y
otros fenómenos similares de utilidad tanto civil como militar se utilizan las
instalaciones del tipo del HAARP, tan del gusto de los conspiranoicos (aunque
nunca sean capaces de acertar a qué se dedican realmente, y desde luego no
tiene nada que ver con los terremotos).
Que esta demostrado por científicos como pueden provocar
los terremotos con el haarp, como con distintas armas de geoingeniería.
Tanto el HAARP norteamericano (con su potencia de 3,6 MW…
hay cadenas de radio que emiten más energía) como la instalación rusa de Sura
(190 MW, 53 veces más) o el EISCAT europeo (cerca de un gigavatio total) y
algunos otros de menor potencia son equipos de calentamiento ionosférico por
radiación electromagnética. Estas instalaciones permiten simular de manera
limitada el bombeo de rayos gamma y X en las capas exteriores de la atmósfera
característicos de una carga nuclear EMP (y también de un montón de fenómenos
naturales, como la radiación solar).
Sin que el mundo lo supiera, las principales potencias
han dispuesto durante más de cuarenta años de un arma capaz de acabar con la
civilización tecnológica moderna en apenas una fracción de segundo. En vez de
corregir discretamente esta debilidad, la evolución de las sociedades y los
mercados hacia unas tecnologías cada vez más delicadas y una economía donde se
tienden a presionar todos los costes a la baja han magnificado el riesgo de que
un ataque así suprima radicalmente los medios técnicos de una nación moderna y
la envíe de vuelta al siglo XIX… en un tiempo donde ya nadie recuerda cómo se
sobrevivía en el siglo XIX. Al igual que ocurre con las armas nucleares, no hay
manera de desinventar el pulso electromagnético; sólo queda protegerse contra
él. La pregunta es si queremos. Si queremos pagarlo, claro.
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